Os ofrezco el Primer capítulo de mi primer libro "Intriga en el Páramo". De momento no está publicado en papel para poder hacerse con él, la única forma de conseguirlo en formato PDF es pidiéndomelo y abonando una pequeña cantidad.
Capítulo
1
UN DÍA
CUALQUIERA.
El mes de febrero en el páramo era extremadamente frío por
aquella época. El agua se congelaba y costaba trabajo poder asearse por las
mañanas. Pero para Eduardo era ¡genial! Le daba la oportunidad de patinar sobre
el hielo en las charcas, arroyos y lagunas próximas al pueblo.
Tras levantarse y tomar unas calientes sopas de ajo corría
a reunirse con sus amigos en la plaza del pueblo.
Junto a Sabino y Estanislao solían acercarse a alguna de
las lagunas y patinar sobre el hielo a primeras horas del día. En los
alrededores del pueblo había varias lagunas cuya agua se mantenía gracias a las
lluvias estacionales. En algunas de ellas se podía pescar y en las que el
concejo decidía eran las apropiadas para poder realizar las tareas del lavado
de ropa, como la llamada “Encalada” o aquella otra que denominaban “La
Barrera”.
Cuando el hielo no se formaba o era tan débil que se rompía
fácilmente solían entretenerse tratando de pescar algunos peces en algún arroyo
o laguna, que más tarde llevaban a casa. Los pinchaban en una afilada estaca y
los ponían al fuego del hogar, cuidando de que no se calcinasen. Al ver que tomaban
un aspecto apetecible se los zampaban
alegremente teniendo cuidado de no abrasarse la boca, cosa que siempre le
sucedía a alguno por el voraz apetito que se les despertaba y que les impedía
una lógica espera. Esto también les solía ocurrir cuando conseguían algunas
patatas que introducían en una hoguera y cuando estaban asadas las sacaban con
un pincho y se las comían.
Sabino era un experto en la pesca, su primo le había
enseñado a fabricarse una rudimentaria caña con la cual podía pescar tantos
peces como ranas, si era la época. Todo consistía en hacerse con una larga
vara, si era posible más larga que él y un fino hilo que muchas veces le
quitaba a su madre de la caja de la costura junto con algún alfiler, que
doblado convenientemente hacía las veces de anzuelo. Atar el anzuelo al hilo
era lo más complicado, el nudo debía ser especial y eso es lo que más trabajo
le costó aprender. Necesitaban por último un corcho y algo de peso que atar a
la tanza para que se hundiese. El corcho lo solían conseguir de alguna botella
de vino de sus padres y el peso solían acudir a casa del herrero a recoger
algún trozo de restos del trabajo que Santiago les daba con agrado.
Como cebo tenían varias opciones, la primera y más fácil
era hacerse con miga de pan, amasarla bien y hacer una bola que clavaban en el
anzuelo dejando un trozo de este al descubierto. Otra, que era la que más
solían utilizar, era buscar lombrices de tierra; para ello solían coger alguna
azada salir al huerto y cavar en busca de ellas. Provistos de un recipiente lo
llenaban del consabido gusano que pincharían en el anzuelo dejando una parte
libre para que con su movimiento atrajese a los suculentos peces.
La pesca de las ranas era más fácil, bastaba un trozo de
trapo rojo y dejar que se lo tragasen. Este se adhería a la boca y sólo quedaba tirar y recoger, pero eso era
en verano.
Tras reunirse en la Plaza los tres partieron hacia la
Laguna Teñil. La helada nocturna había sido importante y el hielo formado era
duro y resistente, podía soportarles bien. No obstante probaron tirando grandes
piedras con todas sus fuerzas, Estanislao nunca entraba en el hielo sin hacer
la prueba. Era algo en lo que su madre le había insistido una y otra vez. Se
divirtieron patinado hasta eso de las diez en que volvieron hacia al pueblo
justo a tiempo de ver la llegada de Ángel, el arriero, que traía una carga de
lino hacia el molino de Miguel donde extraerían del grano el preciado aceite
que venderían en los pueblos cercanos. El lino daba para mucho, se obtenían
fibras con las que tejer lienzos y diversas prendas, aceite y tortas obtenidas
con los restos de la extracción, que se usaban para dar de comer al ganado
principalmente pues mucha gente de pocos recursos se veía obligada a
alimentarse con ellas. El aceite era el medio básico para el alumbrado, pocos
candiles no eran alimentados por él.
No era la primera vez que los chicos se encontraban con
Ángel; en esta y otras ocasiones siempre les daba unas monedas por ayudarle a
descargar la mercancía. No es que le hiciese falta esa ayuda pero le gustaban
los críos y le encantaba su alegría al darles esa propinilla. Ángel sólo tenía
una hija y su mujer estaba esperando otro hijo, ya había perdido otros dos. Era
algo común que muchos de los niños
nacidos no sobreviviesen: enfermedades, pobreza, malas cosechas....Sacar
un hijo adelante requería mucho esfuerzo no siempre recompensado y más en esta
tierra que había que estrujarla hasta su última esencia para obtener un mínimo
de subsistencia. Muchos de los pobladores parameses se veían obligados a
emprender oficios como tejedores, curtidores, arrieros o carreteros, moviendo
distintos tipos de mercancías entre los diversos pueblos de la geografía del
propio país y de cercanos como Castilla, Galicia y Asturias. Todo para
completar una economía que les permitiese salir adelante.
Eduardo y sus amigos recogieron aquellas monedas y salieron
corriendo hacia el pueblo, en dirección hacia la abacería de Belarmino donde
cogerían aquellos caramelos que tanto les gustaban y saboreaban sentados en las
escaleras de la Iglesia. Belarmino vendía un poco de todo, legumbres, aceite,
vinagre, vino, herramientas, cuerdas, etc. Entre él y su mujer atendían la
tienda a lo largo de todo el día.
Transcurría la mañana hasta que a eso de las once acudían a
la pequeña escuela donde Don Anastasio les enseñaba durante una par de horas
los números y las letras, casi diríamos que lo básico para poder defenderse un
poco en la vida de aquella época. A él acudían los hijos de la gente que no
tenía posibilidades de aspirar a mucho más. El escaso pago que recibía Don
Anastasio era lo poco que los padres podían darle: centeno, gallinas, huevos,
vino, algún conejo.....; todo fruto del rudo trabajo del campo y la cría de
animales. Durante aquellas clases lo que más les gustaba a los críos era
escribir en el pizarrín que ya mostraba en su superficie y bordes el paso del
tiempo y de diversas generaciones de niños y niñas. Los que menos tiempo
pasaban en aquella escuela eran los niños que pronto se incorporaban, al llegar
la primavera, a las arduas tareas del campo y el ganado. Aunque no obstante las
niñas tampoco permanecían mucho más, también eran requeridas para el trabajo o
doméstico o del campo.
Al salir cada uno volvía a su casa justo a la hora de la
comida que normalmente realizaban en la cocina, al calor del hogar, sentados
alrededor de una vieja mesa y en sillas que solían reparar con las espadañas
recogidas al final del otoño. Las raíces eran una buena verdura que en tiempos
de escasez sacaba de más de un apuro en los duros inviernos. En las lagunas
había muchas de estas aprovechadas plantas.
Sentado a la mesa Eduardo esperaba que su madre María
Andrea sirviese a su padre José y a sus hermanos Camila, Gaspar y Alejandra. La
pequeña Elvira aún tomaba el pecho y apenas llegaba al año. En la mesa unos
platos de madera y vasos de barro junto a una botella de vino y una jarra con
agua. La comida de aquel día consistía en un potaje de garbanzos con su chorizo
de la matanza, patatas y algunos huevos puestos por las gallinas. Garbanzos
había suficientes pero hacer llegar el resto a todos era ardua tarea para María
Andrea.
Durante la comida José le dijo a su hijo Eduardo que cuando
él volviese de la taberna al terminar la partida debería ayudarle en la
limpieza de la cuadra del ganado: las ovejas y la única mula que poseían para
las labores del campo.
José al igual que muchos de los hombres del pueblo solía
acudir tras la comida a la taberna de Lucas a jugar la partida de mus con su
grupo de amigos.
Esa tarde a Eduardo le tocó sacar la paja vieja y sucia,
rastrillar el suelo y amontonarlo todo en el patio para después cargarlo en el
carro y llevarlo al campo como abono. Cuando estaban terminando de colocar la
paja nueva en los establos las campanas de la Iglesia comenzaron a repicar de
una forma inhabitual. No era el toque típico de misa, además no era la hora, ni
el toque de difunto, era un toque algo salvaje para Eduardo.
-
¿Qué toque es
ese padre? ¡Nunca lo había oído!
-
Eres aún muy
joven y no te acuerdas pero eso es una llamada a auxilio. ¡Nos llaman a reunión
con la mayor rapidez! ¡Algo grave ocurre! Termina con la paja y vete adentro
con tu madre y hermanos. Yo voy a ver qué sucede. No parece que sea la forma
habitual en que suele tocar Rodrigo el campanero.
El muchacho se hizo el remolón y salió poco después que su
padre por la puerta del patio, siguiéndole.
Al salir a la calle vio como muchos de sus vecinos se unían
a su padre y corrían camino de la Plaza.
El toque de campanas era la forma habitual de convocar a
los habitantes de los pueblos y sus cercanías para diferentes acontecimientos.
Una persona en concreto o incluso los propios curas eran los encargados de
realizar los toques, siempre había algún aprendiz u otra persona que podía
tomar el relevo. Había diferentes toques realizados mediante el uso de las dos
campanas que proporcionaban diferente sonido, una agudo y otra grave.
Repiques de campanas diferentes llaman a oficios
religiosos, a muerto, a fiesta, a fuego, a alarma e incluso a nublado pues se
creía la capacidad de las campanas de romper las nubes y evitar el pedrisco.
Esto es lo que precisamente ocurría en Santa María. Alguien
tocaba las campanas con extraordinario vigor y todos los habitantes acudían. El
toque parecía llamar a alarma, era al que más se parecía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario